lunes

El pirata recto

Reproduzco una columna de Jaime Bayly en Correo ......

Llego a Lima fatigado y el aduanero me mira con mala cara y me revisa todo con un rigor desusado. –Por tu culpa han despedido a un señor de la aduana, Jaimito –me dice, mientras revuelve mi ropa.

Luego, siempre mirándome con aspereza, me recuerda una crónica en la que narré cómo un aduanero amable me dejaba pasar con dos laptops nuevas, a cambio de un libro firmado de regalo.

–Pero esas crónicas son ficción –le digo, abochornado–. No son denuncias periodísticas. No pueden despedir a nadie basándose en eso. Son artículos de humor en los que me invento casi todo. Me mira como si estuviera tomándole el pelo y dice:

–Eso no te lo cree nadie, Jaimito. –Tienes razón –le digo.

Me disculpo por imprudente, le pido que me dé el teléfono del señor que fue despedido, no lo recuerda o no puede conseguirlo o no quiere dármelo, le dejo mi correo electrónico, me promete que me escribirá para darme el teléfono del pobre hombre, cuya vida al parecer he arruinado por tonto. Luego le pregunto por quién va a votar.

–Por Humala –me dice.

Le pregunto por qué y responde, no sé si adusto o juguetón:

–Para que te boten de la televisión así como botaron al señor de la aduana. Esa tarde, ya en la casa, llamo por teléfono a un técnico de computadoras y le pido que venga a instalarme el nuevo programa de Word. Me dice que vendrá enseguida. Le pregunto cuánto me cobrará.

–Cincuenta dólares –responde, porque en Lima todo el mundo cobra en dólares, especialmente los técnicos piratas.

Cuando llega a la casa, le sirvo una limonada y galletas de chocolate, nos sentamos en la sala, abre mi computadora, me pide mi clave, se la doy, mete el disco pirata y empieza a bajar el programa de Word. Le pregunto por quién va a votar. No lo duda:

–Por Humala.

Es un momento algo incómodo para mí, porque ese candidato, Ollanta Humala, me ve con abierta hostilidad (se niega a concederme una entrevista, lo que no parece un gesto tolerante) y su padre, Isaac Humala, el ideólogo de la familia (pues dos de sus hijos son candidatos presidenciales y uno más está preso por asaltar una comisaría), ha dicho que si ganan las elecciones, me van a fusilar “por maricón”, según ha publicado recientemente un diario de Lima, sin que él ni sus hijos lo desmientan y sin que la prensa peruana se escandalice, como se escandalizó hace cinco años cuando el padre de Lourdes Flores llamó “auquénido de Harvard” a Alejandro Toledo, un exabrupto condenable pero, en mi opinión, mucho menos grave y siniestro que anunciar el linchamiento de homosexuales por el mero hecho de serlo.

–¿Por Ollanta o Ulises Humala? –le pregunto, disimulando mi fastidio.

–Por Ollanta –responde, y sigue descargando el disco pirata en mi laptop.

–¿Por qué? –le pregunto.

Da entonces una respuesta notable:

–Porque es un hombre recto. Este país necesita rectitud moral. Hay demasiada corrupción.

Asiento, demudado, mientras él continúa perpetrando un acto ilegal, en amigable complicidad conmigo, y, al mismo tiempo, maravillas de la enloquecida vida peruana, discurseando sobre la necesidad de ser rectos, morales, incorruptibles. Muerdo una galleta de chocolate y pienso: este país está loco, no tiene arreglo.

El técnico, un hombre menudo, amable, de buenos modales, me pide una limonada más. No resulta fácil servírsela, pero me digo que debo ser tolerante y cortés y voy a la cocina y regreso con su limonada helada y él la bebe encantado, mientras sigue ejecutando con precisión su arte pirata. Le pregunto por quién votó en otras elecciones y dice:

–Siempre por Fujimori.

Le pregunto si volvería a votar por él en caso de que fuese candidato en esta elección y no duda en decirme que sí.

–Pero Humala es de izquierda autoritaria y Fujimori, de derecha autoritaria –le digo.

–No creas –me dice–. Los dos son rectos. Eso es lo que importa.

Y prosigue descargando el disco pirata con indudable rectitud moral.

Cuando termina y llega el momento de pagarle, siento un escalofrío. Pienso: voy a pagarle a un pirata justiciero que va a votar por un candidato que me detesta y cuyo padre me desprecia sólo porque mis modos íntimos de amar no se parecen a los de la mayoría, y dice por eso a los periodistas que debo ser condenado a muerte, flagelado, humillado, escarmentado, como hacían los antiguos incas, según él, con los hombres que tenían relaciones sexuales con otros hombres (y cita tal y cual libro de historia para ilustrar su posición o, hablemos claro, su intoxicación). Pienso: si tuviese la extraña rectitud moral de las personas que este técnico admira, lo echaría a empellones de mi casa y no le pagaría y lo denunciaría a la Policía. Pero no soy recto, no puedo ser tan recto, siempre he sido flexible, zigzagueante, blando, sinuoso, dubitativo. Por eso le pago, le doy una propina, lo acompaño a su carro y le doy la mano, deseándole suerte.

Unos días después, tomo un taxi al aeropuerto, abrumado por la certeza de que el país, puesto a elegir entre una opción seria y democrática (como la de Lourdes Flores) y otra populista y autoritaria (como la de Ollanta Humala), elegirá, una vez más, la carta suicida, oscura, autodestructiva, el camino de los charlatanes y los matones, la celebración de la barbarie, como ya ocurrió en casi todas las elecciones presidenciales de las que he sido testigo. Imprudentemente –pero no puedo evitarlo–, le pregunto al taxista, un hombre joven, de corbata, por quién piensa votar.

–Por Humala –me dice.

–¿Por qué? –le pregunto.

–Porque este país siempre ha sido gobernado por los blancos y los blancos no han hecho nada por nosotros –dice.

Quedo en silencio un momento.

–Pero eso no es tan cierto –le digo–. Los militares gobernaron toda la década del setenta y ese no fue un gobierno de blancos. Fue, en todo caso, un gobierno de borrachos y ladrones, pero no de blancos. Los blancos nunca han hecho carrera militar en este país.

–Yo no sé eso, yo no había nacido en esa época –me dice, algo ofuscado. –Y el APRA gobernó la segunda mitad de los ochenta y tampoco fue un gobierno de blancos, porque el APRA es un partido de clase media, del pueblo, no de blancos –continúo, sabiendo bien que debería callarme la boca porque no voy a convencerlo de nada.

–Pero ese gobierno fue bueno, a mi papá le fue bien –me dice. –¿En serio? –pregunto, sorprendido.

–Sí, mi papá es aprista –dice él.

–Comprendo –digo, pero en realidad no comprendo nada.

–Y el de Fujimori tampoco fue un gobierno de blancos, más bien podría decirse que derrotó a los blancos el año 90 –insisto.

–Pero Fujimori gobernó con los blancos –afirma él, obstinado.

–¿Y qué crees entonces que deberían hacer los blancos? –digo, evitando prudentemente decir “qué deberíamos hacer los blancos”. Pero él, tan joven, tan pundonoroso, tan buen conductor, tan idealista y extraviado, es menos prudente que yo:

–Irse de este país.

Que es lo que hago un par de horas después, pensando, descorazonado, que malos tiempos se avecinan en esas tierras áridas, violentas, confundidas, donde habitan, comprensiblemente, la rabia y el rencor.

1 comentario:

La Divina Pomada dijo...

Esperemos fervientemente que no sea necesario sacar ningún carnet de certificación de "raza cobriza", roguemos que el reggaeton de cierto cuerpo celeste representando a un candidato arrepentido ("porque era joven y bipolar") no borre la memoria colectiva de una nación que se fue al diablo. Roguemos al Señor; te lo pedimos Señor.