Hacía casi cuatro años que no veía a mi padre. Cuando tenía 8 años se fue, como muchos peruanos, a Japón para trabajar y poder enviarnos dinero. Esa mañana que regresó, lo vi salir del aeropuerto y si bien lo reconocí al instante, me parecía una persona diferente.
Él había cambiado, estaba más flaco, con menos cabello pero más canas. Lo recibí con un abrazo y con un beso. Yo tenía 12 años y había tenido que aprender y vivir muchas cosas sin mi papá. Ese tiempo en que no estuvo físicamente conmigo creó una distancia emocional entre él y yo.
Los días pasaron y la interacción con mi padre no mejoró. Sabía que él me quería y estaba seguro que yo lo quería él, pero por una extraña razón nuestra relación era distante, incomunicativa e impersonal. Ahora lo recuerdo como un gran vacío. Una nada absoluta y unánime en la que ambos estábamos perdidos.
Luego de unos meses, un evento cambió todo en esa relación de inseguridad y extrañeza. El campeonato mundial de fútbol de Estados Unidos 94 comenzó. Era algo que había esperado con ansias y me llevé una gran sorpresa al saber que mi padre se emocionaba tanto como yo.
Aprendí que él era hincha de Cristal y que sabía mucho de fútbol. Pero, sobre todo, que podíamos ver un partido juntos. Hablar y discutir sobre formaciones, jugadas, alineaciones, de todo. Era como conocerlo de nuevo. De alguna manera nuestro fanatismo nos había unido sin buscarlo ni pedirlo. Éramos dos seres atraídos por una misma pasión.
Esos días marcaron mucho mi futura relación con mi padre. El fútbol fue, no solo una puerta, sino un puente que nos llevó a profundizar sobre nosotros mismos, conocernos más, hablarnos con soltura, con confianza.
Hoy pienso que el fútbol, al ser un deporte de grandes masas, tiene ese poder de juntar, de enlazar y, sobre todo, generar relaciones, afianzarlas y mejorarlas. De ahí, que la clásica imagen de un padre pateando una pelota con su hijo sea tan referencial y común. De ahí, que los padres vuelvan a sus hijos hinchas del equipo de sus amores.
Estoy seguro que todos los hijos recuerdan el primer mundial que vieron con su papá. Recuerdan la primera vez que fueron al estadio con él, cuando les compraron una camiseta, cuando iban a verlos jugar en un parque o en el colegio.
El apasionamiento casi religioso que origina el fútbol puede convertirse en un catalizador uniforme y saludable entre padres e hijos, especialmente, porque al despertar intensas emociones ambos construyen una sociedad bipartita donde no hay jerarquías, en la que se sienten cómplices y en la que ambos son un equipo.
jueves
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