miércoles

Decisiones


Había caminado mucho. Tanto que no recordaba cuándo había comenzado. Sus pasos eran automáticos, como si su voluntad no tuviera nada que ver con su dirección. Su mente se ocupaba de ella. Era en todo lo que había podido centrar su atención en las últimas semanas. Pensaba en cada episodio, en cada gesto. Las respuestas, las risas, las frases ingeniosas, las confesiones, las miradas, los silencios.

Estaba recapitulando sus encuentros y lo odiaba. Detestaba sentirse tan fuera de sí. Le molestaba, más que nada, no poder retomar el control de su propia de vida, de sus pensamientos. Respiraba agitado. Tal vez por la cajetilla de cigarros vacía en su bolsillo. Tal vez porque era cierto que los suspiros son aire sobrante por ese alguien que falta.

¡Mierda! - se dijo a sí mismo. Se había convertido en lo que siempre había condenado. En lo que siempre le había procurado sonrisas irónicas y misericordiosas. Antes de todo - o sea antes de ella - no entendía como podía alguien perder la razón y la coherencia por otra persona. Ahora era un fantasma estúpido, o enamorado, que viene a ser lo mismo.

Pensó en lo miserable que es la condición humana que lo condena a sufrir sin que ese sufrimiento sea un castigo. Porque no lo había buscado. Mucho menos intentó que sucediera. Se sentía, de la manera más legítima posible, una victima injusta de todo lo que lo rodeaba.

Siguió caminando por calles por las que siempre había pasado. No estaba perdido, pero la sensación lo traicionaba. De alguna manera la ciudad le parecía mucho más grande que antes, la gente mucho más extraña y desafiante. Tal vez era él quien era más pequeño desde hace unas semanas.

Por fin se detuvo en un café. Al costado pudo leer un cartel que decía: ‘Flying Dog Hostel’. Ni si quiera hizo el esfuerzo de reír. Se sentó y decidió que se quedaría ahí hasta que algo pasara. Empezó a observar a su alrededor. Miraba con atención como si buscara una respuesta. Cualquiera. No importaba si era absurda o inteligente. Si su padecer había venido de la nada tal vez la nada podría darle un escape.

Súbitamente, se le acercó una mujer mayor. Tal vez de cuarenta años. Estaba vestida toda de negro. Le pidió un cigarrillo y él accedió de inmediato. No se conocían. Quizá era una adicta al tabaco y se le habían acabado. O, quién sabe, lo vio tan confundido en abstracciones que quiso llamar su atención hacia algo más mundano.

La mujer le preguntó si era descendiente de japoneses y él asintió con aburrido gesto. Le contó que había vivido en Japón y que sabía hablar el idioma pero no escribirlo. Él no la escuchaba en realidad. Seguía ido. Ausente como suele ser en casos como el suyo. Luego de un breve monólogo sin recordación, la mujer se despidió dejándole una tarjeta con su nombre y teléfono. La recibió con desdén. Se fue y él rompió la tarjeta de inmediato.

Pensó en ella, o mejor dicho, dudó. Dudó de todo lo que había vivido hasta ese momento. Dudó de las sonrisas que ella le había regalado. Dudó de las conversaciones y de sus gestos amables. Dudó de su nerviosismo y sus miradas. Esas miradas que un día eran esquivas y al siguiente eran directas y esperanzadoras. Dudó de sus palabras una y otra vez, las repasaba como si intentará descubrir algo entre líneas. Algo, cualquier cosa que lo alentara o lo desalentara. Cualquier cosa que pudiera ayudarlo a iniciar una aventura o un exilio inmediato. Pero al estar en ese trámite de recordar sus palabras se le hizo imposible imaginar – una vez más- esos labios como puñales. Tan bellos como mortales, pensó. ¡Mierda!, cursi estúpido fantasma, volvió a decirse.

Pensó - ya entregado – en los ojos de ella. Ojos que parecían caramelos o algo peor. Ojos que invitaban, y obligaban, a ser saboreados con la vista. A ser maldecidos solo por ser los de ella. A ser condenados por todas las religiones del mundo como testimonio de tentación y perdición.

Los minutos, las horas, pasaron y él seguía sentado en el mismo café. Se hizo de noche. Por fin acordó poner plazo a su sufrimiento. Se dijo, se prometió que en tres días hablaría con ella y que pase lo que pase empezaría su desintoxicación. Sí, de una puta vez, pensó.

Una vez decidido, sacó su computadora y empezó a escribir en su blog.

1 comentario:

Anónimo dijo...

buenisimo